
Lo he calumniado. Le he llamado el gato loco;
he dicho que necesitaba un psiquiatra.
Me he burlado de él torpemente.
En cuanto empieza a oscurecer,
mientras la gata se acomoda en los sillones de la sala,
el gato bizco comienza su ronda nocturna:
da doce o quince vueltas alrededor,
dentro de mi cuarto, pegado a las paredes,
debajo de la cama, detrás del buró,
con un itinerario fijo e insistente;
luego sale al patio y se pasa toda la noche,
pero toda la noche,
dando vueltas y vueltas,
maullando quedamente, lastimeramente,
a un ritmo preciso, como buscando algo,
alguien, tenaz mente.
El paso es veloz, su actitud alerta, inquisitiva.
A las siete de la mañana,
más o menos, se viene a dormir.
Y así todos los días.
Me preguntaba si se sentía prisionero,
angustiado o qué.
Hoy me he dado cuenta que es sólo un oficio:
él patrulla la casa contra fantasmas,
malas vibraciones y extraterrestres.
De aquí en adelante
le llamaré el patrullero de la noche,
el vigilante del amanecer.

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